Entre esas noticias pasmosas
sobre nuestra nación que con frecuencia nos rebotan desde fuera, leemos que el
Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) alertó que cerca de un
millón de niños se encuentran sin escolarizar en Venezuela, “debido a la grave
crisis política y económica que vive el país”.
Este marasmo, esta anestesia a la
que nos ha llevado dos décadas de desencantos, de miedos y de dolores, es
completamente entendible. Pero hay cosas sobre las cuales no puede pasar. Y
esta es una.
Que la cifra de niños que no
acuden a las escuelas sobrepase el millón, nos habla muy mal sobre nuestro
presente, y peor aún sobre el futuro.
Es la certeza de que nos hemos
extraviado como nación, de que sea lo que sea este tránsito incalificable que
padecemos, no se puede decir, sino que es un fracaso.
Ya no es solamente al anciano a
quien se condena a padecer mil penurias para cobrar su pensión o encontrar sus
medicinas. Ya no es el talento humano que huye a pie cuando justamente se
encuentra en la edad en la cual puede aportar más al país. Ya es condenar a las
nuevas generaciones al fracaso desde su nacimiento. Desgarrador.
Es muy fácil predecir el futuro
del país con nuestra más reciente generación fuera de las aulas. Será una
pesadilla, una distopía. Y para evitarlo, hará falta trabajar mucho, muchísimo,
desde este mismo momento.
Sin embargo, surge la pregunta:
¿hay alguien dispuesto a hacerlo? ¿Quién?
El drama es tan complejo porque
parte de un país desmantelado. Los docentes emigran porque sus salarios son
irrisorios. Y prefieren integrar esas caravanas de caminantes, porque cualquier
cosa es mejor que seguir padeciendo el destino incierto que los marca en estas
tierras.
Y quienes no se pueden marchar,
prefieren quedarse en casa. Lo que ganan no les alcanza ni siquiera para cubrir
los gastos de pasajes hasta sus instituciones educativas. ¿Caminar? Ni para
zapatos tienen. Ya es bien sabido que hay alumnos que le obsequian calzado a
sus profesores, ante el pronunciado desgaste de los que utilizan en el día a
día.
No hablemos de las penurias para
conseguir alimentos, que han institucionalizado deficiencias nutricionales tan
agudas que sin duda impactarán en su desarrollo. Pero es que, ¿cómo se puede
enviar a un pequeño a estudiar con el estómago vacío? Unos padres prefieren que
se quede en casa, otros se arriesgan a enviarlo con la perspectiva de un
posible desmayo.
Por supuesto, cargue usted a eso
el tema de los útiles escolares. Las listas de libros, cuadernos y otros
requerimientos trepan hasta la luna y son completamente impagables para amplios
sectores de la población.
¿Cómo vamos a soltar al mundo a
una nueva generación que no tiene acceso a internet, a la computación que es la
columna vertebral del conocimiento, de la información, de la difusión de este
siglo?
Las herramientas que son comunes
en las manos de pequeños de muchas naciones, aquí son una fantasía impagable,
que raya en la ciencia ficción. La tecnología va en cohete mientras las
posibilidades de alcanzarla en las aulas venezolanas van, literal y
metafóricamente, en burro.
Las infraestructuras también han
acusado el deterioro de estos años. Están muy lejos de ser las más adecuadas,
ante la falta de mantenimiento y de medidas higiénicas adecuadas. Los
suministros de luz y agua no son confiables, como todos muy bien sabemos.
Lo mismo sucede con el
transporte, el envejecimiento irremediable del parque automotor y su falta de
refacciones.
En síntesis, el conocimiento es
un lujo en la Venezuela de hoy. Le estamos embargando a los venezolanos del
porvenir la única herramienta cierta con la que ha contado la humanidad para
salir adelante, para progresar, para asegurarse un futuro y un porvenir digno.
Es algo para llorar y no parar.
En pocas palabras, este país
adverso que hoy padecemos, se está llevando por delante sin piedad alguna a
quienes deberían ser su futuro. Y quienes tenemos conciencia de la tragedia que
se desarrolla, poco podemos hacer, más allá de denunciar y de exigir un cambio
de rumbo urgente, antes de que el daño sea irreparable.
No es fácil describir este panorama.
Somos padres. Y la constancia en la denuncia tiene mucho que ver con la
urgencia de dejar a nuestros hijos un país vivible, un sueño, un derecho, una
exigencia y un deseo, que se ven cada vez más lejos, de seguir por este camino
tan equivocado.
Y asombra. Asombra la indolencia,
la inconciencia, la insensibilidad. Estamos en el momento de decidir la vuelta
de tuerca que nos lleve a decidir por la salvación de las nuevas generaciones o
la condena de nuestra tierra a un destino tan indeseable como inmerecido.
Estamos en suspenso. Pero, a
pesar de todo, no perdemos la fe.
David Uzcátegui
Twitter: @DavidUzcategui
Instagram: @DUzcategui