El 2 de febrero de 1999, un país
creyó. Tomó posesión de la Presidencia de la República un hombre que había
prometido demoler los cimientos de una nación para reconstruirla de manera
nueva, de una forma que sedujo a la mayoría de quienes fueron a votar; mientras
provocó reservas en no pocos.
Hugo Rafael Chávez Frías
caracterizó su campaña electoral con el tremendismo de su discurso, sacudiendo
así a un país que estaba cansado de un círculo vicioso que no sabía ir más allá
en los requerimientos de la ciudadanía.
Pero lo que vendría, ¿era mejor o
peor? Era la pregunta que muchos se hacían y que fomentaba dudas en los
primeros tiempos del nuevo mandatario. Y la mayoría optó por creer,
estrenándose el nuevo funcionario con una popularidad que rondaba el 80%
Se dice que una de las mayores
virtudes de Hugo Chávez fue incluir a los venezolanos más desposeídos. Sin
embargo, también cabe preguntarse en qué los incluyó. Porque ciertamente lo
hizo en su discurso y los volvió eje del mismo.
Sin embargo, al día de hoy, son
justamente ellos, por quienes decía trabajar, las víctimas que mas han sufrido
y que más sufren los numerosos desaciertos en la administración del país.
Quizá el mayor de todos los
errores del chavismo fue continuar adelante con la perniciosa dependencia del
petróleo para sustentar a toda una nación. Y no solamente continuaron con esa
garrafal equivocación histórica, tantas veces cuestionada por intelectos
sobresalientes como los de Arturo Uslar Pietri y Juan Pablo Pérez Alfonso. Más
allá, sencillamente se confió el proyecto político en esta característica de
nuestro país. Y por ello, la convirtieron en la única tabla de salvación.
Y es que las utopías y los
idealismos se enfrentan con una cruel realidad cuando se toma el poder: se
necesita dinero. El chavismo lució viable mientras los precios del petróleo se
mantuvieron astronómicamente altos. Con el barril por encima de los cien
dólares, hubo dinero para todo, absolutamente para todo, y aún sobraba.
Este fue el espejismo con el cual
el chavismo cerró su primera década y arribó a la segunda: sí era posible la
“revolución bonita”. Era viable, había dinero en la calle, como se acostumbraba
a decir. Y vendía una imagen de éxito ante el mundo.
Pero fue un dinero tremendamente
mal administrado. No se invirtió. No se pensó en educación, en futuro, en
recurso humano, que es la riqueza real de un país.
No se ahorró, como han hecho
prudentemente países de la talla de Noruega, que descubrió su petróleo mucho
después que nosotros y hoy es un país estable, donde a sus ciudadanos no les
falta lo necesario. Y lo es porque el dinero proveniente de la riqueza
petrolera se ahorró y se invirtió.
Los recursos que ingresan por
este concepto se han manejado con tal tino, que las altas y bajas en el mercado
mundial no son sentidas por sus ciudadanos. Aquella riqueza se manejó tan
acertadamente que ahora brinda prosperidad y bienestar por sí misma.
Y ahora que hablamos de industria
petrolera, otro desatino fue sin duda el prescindir de la gente calificada para
manejarla. El ponerla en manos de personas que tuvieran afinidades políticas e
ideológicas, marcó el declive de la industria petrolera venezolana. Y si se
pretendía jugar a la viabilidad de la revolución contando con el recurso
suministrado por Petróleos de Venezuela, una decisión así era doblemente
suicida. Algo que solamente podemos medir a la luz de las dos décadas que han
transcurrido.
En paralelo, el apetito de poder
fue tal, que no se quiso compartir con nadie. Otro error que torpedeó a
Venezuela como país. La iniciativa particular se estigmatizó, cortando las alas
a la industria privada. El Estado se hizo omnipotente y pretendió abrogarse
para sí todas las responsabilidades, en un ejercicio de prepotencia que tarde o
temprano se iba a volver contra él mismo.
Y es que un país se construye
entre todos, entre muchos, en equipo. Pero esto jamás se entendió.
El mismo recurso petrolero que
iba a servir para cimentar ese proyecto ideológico, sirvió para un juego
perverso: importar bienes de consumo subsidiados, a precio que dejara a los
productores particulares fuera de competencia.
Con la empresa privada fuera de
juego, no era difícil predecir lo que sucedería cuando los precios del petróleo
se desplomaran, algo que siempre va a suceder, por los ciclos naturales de ese
mercado. Y sucedió. Nos quedamos sin importaciones y ya no había industria
nacional.
La revisión de lo que han sido
estas dos décadas de un polémico proyecto político llevado a la realidad,
podría llenar páginas y páginas, pero baste decir que, para incluir a unos, no
es necesario excluir a otros. Que la soberbia siempre es mala consejera. Y que
todo líder político responsable debe sacar bien sus números.
David Uzcátegui
Twitter: @DavidUzcategui
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