DAVID UZCÁTEGUI | Concejal de Baruta
Lunes 29 de Agosto de 2011
El gobierno que iba a reinventar la
República, llegó al poder con un recurso más que viejo como caballito de
batalla: hablar del “pueblo”. Pueblo como masa informe, como colectivo que
desdibuja las individualidades, las aspiraciones y necesidades de cada quien.
Las capacidades y los matices.
El pueblo soñado de este régimen es
obediente, todo rojo rojito, celebra las ocurrencias con euforia y condena a
quien se atreva a ser de otro color, a alzar una voz individual que cuestione
los disparates que vienen desde arriba.
Pero el pueblo, sobre todo, es la excusa. Es
el pueblo quien lo pide. Es el pueblo quien clama para que el caudillo se quede
en el poder hasta el 2 mil siempre. Y hay que complacerlo. Es el soberano
siempre y cuando su voluntad coincida con la del gobernante. Cuando sucede lo
contrario, pasa a ser pitiyanki y apátrida.
El pueblo es capaz de renunciar a sus
propios derechos, de entregarlos en un referéndum. El pueblo aún no usa
pantalones largos, necesita que un hombre providencial le administre su vida.
El pueblo jamás podrá acceder a responsabilidades porque no es capaz.
El pueblo, por lo tanto es muy cómodo para
un gobernante con las agallas abiertas. No pide cuentas, todo lo aplaude. El
pueblo es el pretexto, todo se le pide. El voto, la lealtad, que marche; nada
se le da. Y el pueblo sigue feliz porque no tiene marcos de referencia para
evaluar la mediocridad de quien lo gobierna.
Ese es el pueblo ideal de un gobierno que no
quiere controles, que sólo ve en él un pretexto para permanecer en el poder
utilizando su nombre. Y será quizás por esto que el actual gobierno manosea
hasta la saciedad el término “pueblo”.
En la otra acera está ese personaje que mete
miedo, que no se reconoce, que sería mejor que no existiera: el ciudadano.
El ciudadano es individuo, es diferenciado,
es único. Tiene personalidad, aspiraciones, sueños; pero además trabaja por
ellos y con su perseverancia los logra.
El ciudadano es crítico. Se da cuenta de
cuando las cosas no funcionan, saca cuentas, echa números, se pregunta a dónde
van los dineros públicos. Al ciudadano le gusta votar, tener opciones, evaluar
candidatos y participar activamente en la construcción del destino de su
patria.
No es incondicional a nadie, de ningún
color. Cuestiona a sus gobernantes, aunque también premia a quienes hacen un
buen trabajo. Está consciente de que esos individuos que fueron llevados a un
cargo público por su voto son sus empleados, no seres providenciales o
privilegiados. Y sabe que sus mandatos concluyen. Le gusta cambiar a los
gobernantes porque cree, como Bolívar, que es peligroso que alguien se
acostumbre a mandar. Y no se acostumbra a obedecer.
Es peligrosa pues, la ciudadanía. No es
fácil engañarla. No es cómplice de regímenes mediocres. No es incondicional.
Por eso ni se la nombra.
Pero el hecho de no ser nombrada no quiere
decir que no exista. El ciudadano venezolano está activo en cada rincón del
país, trabajando, buscando un mejor futuro para él y para sus hijos.
Presionando para que mejore la calidad de los servicios públicos,
ingeniándoselas para darle un techo a su familia, aspirando a estudiar y a ser
mejor individuo, desarrollando sus capacidades, dones y virtudes. Defendiendo
sus valores: la honestidad, la justicia, la familia. Y no exige menos de
quienes aspiran a gobernarlo.
No hay manera de detenerlo: el pueblo se
desdibuja y se convierte en ciudadano. Sin la ayuda del gobierno. Aún en contra
de este. Por algo el Libertador dijo que prefería este título a cualquier otro.
*Presidente del Concejo Municipal de Baruta
*Twitter: @DavidUzcategui