viernes, 29 de junio de 2018

“Sal y agua”

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La semana pasada, el gobierno nacional anunció otro nuevo aumento del salario mínimo venezolano. Son decisiones que a nadie toman por sorpresa, ya que estamos acostumbrados desde hace años a varios aumentos de salario mínimo al año.

El salario mínimo aumentó de 1.000.000 bolívares a Bs 3.000.000, mientras que el bono de alimentación, situado en Bs 1.555.500, quedó en 2.196.0000 dando un total de 5.196.000 bolívares.

Lamentablemente todos sabemos de sobra que estos aumentos, lejos de traer un beneficio, son la confesión de cuán grave está nuestra economía. Porque, cabe preguntarse: si la alocución presidencial anunció un 103% de aumento integral en esta última oportunidad, ¿por qué no alcanza a cubrir la brecha con el precio de los productos más elementales? Y es que, desde cualquier otro país, un aumento superior al 100% sonaría escandaloso. Pero hay que conocer la realidad de Venezuela.

Son incrementos reactivos, que responden a una inflación que se ha hecho incontrolable. Como dice el lugar común, el sueldo sube por la escalera mientras los precios lo hacen en ascensor. O en nuestro caso, en cohete.

Ya toda la gente lo sabe: a mayor cantidad de incremento de sueldos por año, mayor es también la confesión de que los aumentos de los precios están muy por encima.

Y para muestra, basta un botón: seis aumentos salariales el año pasado y tres más en lo que va del corriente. Consecuencia: no hay mejoría alguna en la situación. Y, entre otras cosas, se asfixia un poco más a las escasas empresas que aún sobreviven y se empeñan en producir.

Los episodios de incremento de precio reiterados, como los que estamos viendo hoy, son una pesadilla para cualquier país y atormentan a sus ciudadanos con la incapacidad de comprar hasta lo más necesario. En el mundo de han visto una y otra vez casos como el de Zimbabue, que llegó a ver billetes con valores superiores al trillón. Los precios cambiaban en minutos.

Otro de los entuertos que hay que resolver con urgencia, es el hecho de que casi el 50% de los ingresos de un trabajador en condiciones de sueldo mínimo son una bonificación, lo cual quiere decir que no tiene incidencia en beneficios como prestaciones sociales.

Por cierto, entre los anuncios también destaca un “bono de guerra económica”, el cual trae a colación ese término que se ha utilizado desde hace ya casi una década para justificar las enormes distorsiones que vive la economía nacional en manos de una de las gerencias más desatinadas que haya visto país alguno.

Sí, es así: si comparamos los exiguos ingresos de los trabajadores venezolanos con los precios que hace rato se les escaparon de las manos, no queda otra que declarar ganadores a los adversarios del gobierno.

Pero estos no son el llamado imperio ni los empresarios, ni los extraterrestres. Son las leyes de la economía, inexorables, que no pueden ser torcidas ni ignoradas. Y mucho menos modificadas a punta de gritos o decretos. A esto, debemos agregar los reiterados intentos de quienes gobiernan, de apagar los incendios con más gasolina.

Ciertamente, Venezuela vive en una economía de guerra. Aunque por ninguna parte vemos bombardeos o campos de batalla contra el invasor enemigo, los efectos que sentimos en nuestros bolsillos solo pueden ser comparables a la devastación que vivió Europa tras la Segunda Guerra Mundial.

Sin embargo, el gobierno anuncia reiteradamente su salida al ataque contra esa entidad abstracta que ha bautizado como guerra económica. ¿Por qué entonces, no se pueden atajar los precios? ¿Por qué las órdenes, los operativos, la persecución, no funcionan?

Pues porque los precios no son causas, son consecuencias. De la muy escasa producción nacional, de las empresas que ya no producen porque han cerrado en estos años por diversas causas, de los inversionistas y los profesionales que se han marchado ante el sombrío panorama que tiene años empeorando y no promete mejorar.

Y lo que es peor aún, lejos de funcionar para contener los incrementos, trabajan en el sentido exactamente contrario: disparan los precios aún más.

Por allí se dice que los capitales son cobardes. Y hay que asumir que es absolutamente cierto. Es una realidad y más aún, se trata de una de las reglas que deben tener en cuenta quienes pretendan manejar una economía.

La agitación permanente que se ha convertido en la marca de la Venezuela de los últimos años es mucho peor de lo que cualquiera pueda imaginar, en cuanto a torpedear cualquier intento de recuperación que pueda tener nuestra economía.

Un incremento de sueldos jamás será una buena noticia, mientras no se ataje la inflación y no se estabilicen los precios. Será digno de celebración cuando logremos tener bajas cotas de inflación y el aumento en cuestión sea superior a ellas. Si no, siempre será sal y agua.

David Uzcátegui
Twitter: @DavidUzcategui
Instagram: @DUzcategui

 
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