David Uzcátegui
@DavidUzcategui
Uno de los supuestos, de los
“debe ser” de la democracia, es el acudir a las siempre tan esperadas citas
electorales en igualdad de condiciones. Pero sabemos que no siempre es así.
Esto ha sido siempre un dolor de
cabeza, porque el menos imperfecto y más perfectible sistema de gobierno que se
ha dado el hombre, cojea de ese problema.
¿Cómo hacer para que los
candidatos oficialistas no avasallen a los opositores, gracias al ventajismo
del aparato gubernamental? Y esta es una pregunta que se hacen incluso las
democracias más solventes del planeta. Porque el poder siempre tiende a desbordarse,
por más ecuánimes que sean las manos que lo manejen.
Quizá la primera medida de
saneamiento sea, justamente, hacerse esa pregunta. El eterno cuestionamiento a
sí misma, es también uno de los motores de la democracia.
Y la sola existencia de esta interrogante,
implica que las cosas se quieren hacer bien. Porque se sabe –o hay que saber-
que hay que atajar cualquier deterioro de este sistema, por mínimo que sea.
Puede constituirse, en caso contrario, en un boquete que crezca y por el cual
el barco hace agua. Y eso, nos
hunde a todos.
Todo esto viene a colación, por
supuesto, de cara a las próximas elecciones del 15 de octubre.
Y es que no deja de preocuparnos,
entre las numerosas observaciones que nos hace llegar la gente, el hecho de
cómo se han desdibujado esta clase de límites en Venezuela.
Lo deseable sería, por ejemplo,
que las máximas autoridades del poder Ejecutivo nacional se abstuvieran de
opinar y participar del debate en unas elecciones que son de carácter regional.
Y esta es la esencia de aquellas
democracias que se acercan a la perfección y que tanto admiramos.
Sabemos que la imparcialidad como
tal no puede existir en forma químicamente pura, y que por lo general, algún
cabo suelto queda en estas situaciones.
Pero, en una sociedad ideal, las
mismas autoridades serían las encargadas de detectar y corregir estos excesos
en una clara autorregulación; amén del deber y el derecho que tienen los
actores sociales de señalar las irregularidades. Y la obligación de los
gobernantes de escuchar estos señalamientos y atajar los excesos denunciados.
El deber seria, por ejemplo, que
la propaganda electoral se debe equilibrar en todos los medios de comunicación,
incluidos los del Estado y que ninguna de las opciones políticas –dos, en el
caso de Venezuela- debería tener más presencia que el adversario.
Esto incluye por supuesto, a las
entrevistas y las coberturas de los actos de campaña.
También se deberían restringir
–autorestringir- los comentarios de las autoridades en ejercicio de sus
respectivos cargos a favor de candidatos de su tolda, e incluso las fotos,
videos o cualquier tipo de imágenes que puedan insinuar un endoso del poder que
ostenta un funcionario en favor de quienes vistan su misma franela política.
Cabría también abrir una
discusión sobre cuánto aportan esta clase de desatinos a quienes
circunstancialmente usufructúan el poder. Porque el electorado es agudo y
sensible, mucho más de lo que se puede imaginar.
El sentido de justicia de la
gente permanece intacto, por lo cual el desequilibrio es percibido y rechazado,
haciéndolo contraproducente para quienes busquen ser favorecidos con cualquiera
de estas prácticas.
Y es que, en general, toda esta
clase de errores de estrategia parten de una subestimación del elector. Porque
la propaganda es uno de los elementos que incide en la toma de decisión final
de cada persona respecto a quién será el candidato que va a merecer su voto.
Pero hay muchos otros elementos que pesan en la balanza.
Y por supuesto, esto tiene que
ver con la calidad de vida que percibe cada quien en su entorno, y en qué tanto
responsabiliza a las autoridades en ejercicio de todo lo bueno o lo malo que le
suceda y que provenga de las instituciones responsables de gestionar los
distintos aspectos de la vida pública.
Colocando la saturación de
propaganda oficialista en el marco de esta fórmula, y no percibiéndola de
manera aislada, es como entendemos que ciertos excesos pueden ser en definitiva
contraproducentes.
Nos gustaría ver equilibrio,
civismo, conciencia, altura y crecimiento ciudadano en la justa por producirse
en pocos días. Sin embargo, si no lo vemos, o si vemos menos de lo deseable,
también será para nosotros una lección como colectividad.
Porque nos daremos cuenta de lo
que no se debe hacer, y por qué no se debe hacer. Y esto nos incluye a todos.
Porque intentar generar imposiciones cuando se tienen posiciones de poder, suma
menos de lo que se podría pensar.
Al final del día, intentar
detener los cambios históricos que tienen que producirse porque les llegó el
momento, es un caso perdido. Y resistirse a ello, deja aún más en evidencia que
son necesarios.